viernes, 31 de mayo de 2019

FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo VII.
"Los inmortales"
Ya es la hora de la cena y como es de costumbre durante cada noche, salgo a ver qué podíamos comer. Aún no habíamos implantado la arepa como dieta frecuente así que navegaba por aguas misteriosas, explorando combinaciones ideales para rellenar el pan nuestro de cada día. Sin embargo, siempre conservo la esperanza de que esto cambie y algún día regrese con un cachito de jamón y queso o una empanada de pabellón. La bruma del invierno reina por la calle y el frío acaricia mi cuerpo con rudeza. Se observa poca gente debido a que la excesiva humedad profundiza el sufrimiento térmico. Mi paso apurado se detiene porque presiento que alguien se acerca. Es raro, la inseguridad aquí casi ni se percibe en comparación con lo que vivía en mi país. Volteo sin disimulo pero no veo a nadie.  Continúo mi caminar. La sensación no desaparece. Ignoraba que esta ciudad también podía ser misteriosa. Justo en un cruce de esquina casi choco con un joven que venía de frente a mí. Llevaba gorra y un suéter cuyo modelo no era de por aquí. Los dos sonreímos. Sabíamos que nos había sucedido lo mismo. Resulta que somos parte de los inmortales. Pertenecemos al mismo clan. Me convertí en uno de los MacLeod y desde entonces cada vez que transito las calles puedo presentir o reconocer a otro inmortal. Además, sus gesticulaciones o formas de caminar dicen más que sus palabras. Compartimos la misma energía que fluye desde un alma hasta otra. Somos los sobrevivientes de la hecatombe cultural que devastó a nuestro hogar. No podemos dejar este mundo, no aquí. Estamos destinados a deambular por toda la eternidad, o morir en Venezuela.




Francisco J. Flores R.

lunes, 27 de mayo de 2019

FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo VI.
"El verdadero socialismo"
A las cuatro y media de la tarde ya estoy de regreso al departamento. Qué bien se sentía decir departamento, palparlo. Los primeros tres meses en esa microhabitación redujeron mi realidad a una pequeña nave que divagaba  fuera de la Matrix. Tendría pocos días de haberme mudado de la cumbre borrascosa. Respiraba un ambiente distinto en este distrito más céntrico y urbanizado. Sobretodo porque vivía cerca de un centro comercial alucinante llamado Plaza Norte, que más que un foco de consumismo es un lugar muy carismático en el que no pareciera existir el aburrimiento. En fin, lo traigo a colación debido a que mi jornada profesional había concluido, pero empezaba mi otro oficio: vendedor ambulante. Llegaba desde el colegio, saludaba a mi esposa y abrazaba a mi hijo. Apenas los veía sonreír y sin perder mucho tiempo me cambiaba de ropa. Jonás me dejaba ir con la promesa de traerle algo rico para comer, mientras que mi rosa azul siempre me animaba diciendo: "Que vendas todo papi". Cada vez que salía de la casa con mi bandeja de fresas con crema, sentía una alteridad fluir de mi interior, mi otra identidad apoderándose. Mi esposa preparaba estos ricos dulces venezolanos que irónicamente nunca pude degustar en mi nación, y aquí los vendía. En Venezuela, ella probó la repostería como último esfuerzo para evitar la emigración. Logró cambiar el destino solo por unos meses. La hiperinflación acabó con ese intento. Ahora heme aquí, caminando por las calles de Lima, ofreciendo dulces exóticos, lidiando con las curvas anímicas que sientes al vender: un día te compran todo, en otro ni te ven o a veces salvas la jornada cuando te regalan dinero con una determinación tan altruista que terminas por aceptarlo. Y el destino final de mi recorrido comercial siempre era las afueras de Plaza Norte, el hogar cíclico de los vendedores informales venezolanos. Todos sus alrededores estaban adornados con gente de mi país repitiendo una y otra vez una frase extraña para los limeños: "a la orden!, a la orden!". Para muchos de ellos, vender en la calle era una forma de subsistencia temporal mientras conseguían un empleo estable. Para otros, era su opción de sustento por la decepción económica resultante de los empleos estables que habían conseguido. Para mí, era un complemento monetario necesario. Me sentía como un súper héroe que sale a la urbe en búsqueda de aventuras. Fue impactante la primera vez que pisé Plaza Norte como trabajador de la calle. Ofrecía tímidamente mis fresas con cremas o esperaba llamar clientes con el pensamiento, aunque siempre llevaba la sonrisa humilde de ser venezolano. Empero, mi labor no se remitía a obtener un sustento extra. Mi curiosidad etnográfica me llevaba a relacionarme con mis paisanos, a observarlos, a escuchar sus testimonios e intercambiar las desavenencias. Me impactaba ver jóvenes madres con sus niños vendiendo alfajores, personas hasta de la cuarta edad ofreciendo canchitas (o cotufas en término venezolano), profesionales de todos los calibres: médicos, profesores, ingenieros, abogados. También ganaderos, agricultores, bachilleres, niños de tres o cuatro años gritando tiernamente: bombones a un sol! y pare usted de contar. Escuchaba testimonios de personas que disfrutaron de altos cargos gubernamentales, de parejas que dejaron a sus hijos en Venezuela, de trotamundos que venían recorriendo varios países en busca del sueño inmigrante aún no cumplido. Y yo siempre culminaba cada conversación de la misma manera: solo estando aquí sentimos  que ahora realmente somos iguales, empezando de nuevo, con un pasado heterogéneo borrado por la emigración. Esto sí es el verdadero socialismo.



Francisco J. Flores R.

lunes, 20 de mayo de 2019

FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo V.
"La lluvia tiene alma"
Extraño la lluvia de mi pueblo. El vendaval de agua que caía para anunciar no solo la mitigación momentánea del calor, sino la bienvenida a una tormenta hermosa de recuerdos. Cómo anhelo el olor único de sus calles húmedas, el impacto visual de las empinadas que divertían mi caminar junto al frescor de los árboles recién bañados. Cuando llovía en mi San Juan, todo el ánimo se calmaba , el cielo se volvía pensativo y su color mate  escondía los secretos de la naturaleza. Nosotros, apreciábamos su abismo sin miedo a perdernos. Mi casa se convertía en una máquina del tiempo mientras que las gotas de agua la impulsaban hacia la vulneración ontológica. Y yo, ensimismado, disfrutaba de la melancolía, reviviendo momentos que no volverán. La imponente vista de los Morros al fondo del paisaje nos hacía agradecer su creación divina, erigida como una fortaleza natural en la entrada a la capital guariqueña. A veces la neblina cubría casi todo su cuerpo, añadiéndole el toque mágico de la vida. En esta ciudad que ahora me pertenece no llueve, solo chispea baños invisibles que acompañan un frío solemne. Ya no espero la emoción de los torrenciales aguaceros. Ya no escucho los estruendosos relámpagos que lanzaba Zeus a mi aldea. Las casas adornadas de arbustos se han quedado congeladas en mi memoria. Ahora vivo en una urbe naciente que enloquece a sus hijos con sus luces y su velocidad. Ahora sé que la lluvia tiene alma. Tales de Mileto tenía razón.


Francisco J. Flores R.

martes, 14 de mayo de 2019

FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo IV.
"Dios existe"
Recordar es vivir, y también vivir es recordar. Así que recordemos mi primer día de trabajo, pero no como docente afortunado, sino como un novato inexperto. Meses antes de enseñar. Un parque de atracciones me dio mi primera gran oportunidad de estabilizarme. Pero "oportunidad no significa facilidad", como decía un gran educador llamado Franklin Becerra. Sí ya sé, esta fábula se está tornando fabulesca, pero resulta que una verdadera parábola narrativa te enseña, te enseña que la vida es un aprendizaje doloroso, surgido desde el sufrimiento. "Sufrir tiene sentido", sentenció una vez Víctor Frankl, sobreviviente a los campos de concentración. Si la vida fuera fácil sería completamente absurda. Entonces, ahí estaba yo, haciendo todas las tareas que rehuía en mi país de origen. Dios existe y tiene buen sentido del humor. Me ha tocado hacer lo que no he querido hacer, aprender lo que detestaba aprender. Llego al parque y me informan que durante la mañana toca limpieza y mantenimiento, mientras que en las tardes es el turno de atender las atracciones. El encargado me pregunta: qué sabes hacer? Y yo le respondo mentalmente como Sócrates: Solo sé que nada sé. El coordinador es benevolente en sus exigencias técnicas y me manda a abrir unos huecos de un metro de profundidad para colocar unas estacas. Ahora bien, sumen esto: Sol inclemente, huecos rebeldes y herramienta metálica descomunal. En pocos minutos de trabajo me hice diez ampollas por cada mano. Las conté, las observé con admiración y orgullo, pero mi rostro seguramente reflejaba tristeza. Después de esa titánica labor ya era Hércules cumpliendo una de sus tareas heroicas. Luego, me presentan mi siguiente reto antes de ganarme el derecho a almorzar: arreglar una cerca. Cuando vi lo que tenía que hacer empecé a reírme en silencio. Yo, un ser que a duras penas cambiaba un bombillo debía usar una lógica desconocida para resolver este problema. Una fuerza ulterior me llevó a iniciar el difícil cometido. Usé una pala y un alicate de presión subiendo al máximo mi esfuerzo kinestésico. En dos horas ya tenía mi obra de arte terminada. Me dirigí hacia el encargado y con altivez le dije: ahí está su cerca reparada. Fui tranquilamente a devorar mi almuerzo con satisfacción. Tiempo después, aprecié bien cómo había quedado la cerca y parecía la carretera hacia un hermoso pueblo costero de mi país llamado Choroni, completamente torcida. Noté más irregularidades en el alambrado que el sistema de votación venezolano. Me dije a mí mismo: Dios existe, porque no me despidieron.

Francisco J. Flores R.

FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo III.
"Los muertos durmientes" 

5.30 am, voy bajando por la alameda de la cumbre borrascosa en la que viví durante los primeros tres meses. Me dirijo a mi trabajo. En Venezuela, andar en la calle a esa hora implicaba despertar al día. Aquí, el día o la noche nunca duermen, solo toman breves descansos. Soy docente, afortunado de ejercer mi profesión a pesar de ser un inmigrante recién llegado. No pasan tres minutos y ya estoy montado en un vehículo hacia mi destino ( Los buses son olas infinitas que van y vienen por este mar de asfalto). Ahora bien, aquí las leyes de la física sonríen, porque el camino hacia el colegio en el que laboro es relativamente corto en distancia, pero largo en duración. El tráfico es otro demonio encerrado en esta urbe. Así que me toca pasar dos odiseas diarias, ida y vuelta. Y como buen Odiseo, debo resolver está situación martirizante con astucia. Son casi cuatro horas diarias encerrado en un contenedor de pasajeros ociosos. Tanto tiempo inmóvil le permite a un monstruo aparecer y devorar tus pensamientos: la nada. Una vez que te detienes, el vacío te arropa y la ansiedad atormenta, o por lo menos así me sucede a mí. En las colas de un banco, o en un viaje suburbano suelo sufrir de sus ataques. Leer es mi único escape. Entonces para esa época la combatía leyendo una refrescante saga de literatura fantástica, una novela autoficcional llamada "Los magos" que parodiaba en combinación a Harry Potter y Las crónicas de Narnia. Esta era una de mis pocas diversiones, aparte de jugar con mi hijo por las noches o hablar con mi esposa mientras veíamos hacia el techo ( por más barato que sean los televisores usados, normalmente están negados para nosotros durante los primeros meses). Así que lo disfrutaba con placer esquizofrénico. Me sumía en las líneas, convirtiéndo al narrador omnisciente en un narrador testigo encarnado por mí. Huía felizmente de la realidad. Solo era un logro efímero. Los bruscos frenazos del bus me expulsaban de la fantasía. Recuerdo que durante una de esas paradas abruptas, me percato de que la ciudad no duerme, mas sus habitantes sí lo hacen y no precisamente en sus camas, sino en los asientos del transporte. Empecé a observarlos y se volvió más fascinante que la novela. Suben a los buses, se sientan, paso seguido, se quedan completamente dormidos sin siquiera moverse. No usan respaldar, no se apoyan en ningún lado, no danzan como locos con ojos cerrados así como sucede cuando alguien se queda dormido en un bus venezolano. Están ahí, inertes, como zombis que descansan, muertos durmientes aprovechando oníricamente su estadía en estos medios de transporte. Lo más curioso es que no piensan en la nada como yo, sino que se vuelven parte de ella. Se entierran en sus asientos, filosofando sobre la muerte.



Francisco J. Flores R.


FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo II. 
"El color de mis días"

Mis lecturas acuciosas, filosóficas sobre el tiempo se desmantelaron en este lugar.  Aquí el tiempo realmente existe, y no como aporía psíquica o como una magnitud física relativa, sino como un maldito ente perceptible, una fuerza invisible que te arrolla con su bullicio urbano.  Imagino que estos aguerridos citadinos, en un pretérito no muy lejano, lo sedujeron y lograron atraparlo, por lo que vive aquí como un demonio enfurecido que se mueve de un lugar a otro buscando salir.  Cuando llegamos, lo sentí transcurrir a una velocidad increíble. Tanto así que los días te atropellan sin cesar.  Te despiertas y al poco rato ya es de tarde.  Sales a caminar y se te van tres horas en una vuelta. Ni hablar si tienes que ir a trabajar.  Todo se va más rápido aquí y no es la mente, es un Cronos malhumorado haciendo de las suyas.  La gente aquí no camina de prisa, corre porque el tiempo está en ellos.  Corren con desesperación tratando de alcanzar lo que se lleva: las metas, los sueños, el dinero, lo que sea. Además, siempre recuerdo una extraña teoría de un amigo sobre el color de los días, que cada uno de ellos tenía una esencia cromática distinta y variaba de acuerdo a la vision individual.  Supe que era cierta porque aquí perdí el color de mis días.  No sabía cuál día era cuál.  Si vivía en un martes o en un domingo.  Siempre ves este país lleno de gente por todos lados, fluyendo continuamente, inmutables en cantidad.  Extrañaba el domingo azul como el mar, infinito y solitario, o la sensación alucinante de un viernes color negro, cuya oscuridad misteriosa me conducía a una aventura que normalmente acompañaba de locuras etílicas.  Mi lunes verde de esperanza triste también había desparecido. Todo se lo había llevado el tiempo.  Sin embargo, "él" también me lo devolvió, de una forma irónicamente lenta. Poco a poco, sin prisa, comencé a sentir los lunes como un lunes y los sábados como el auténtico día de Saturno.  Aunque aún sigo buscando mis nuevos colores.




Francisco J. Flores R.



lunes, 13 de mayo de 2019

FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo I. 
"La Matrix"

Érase una vez un par de zapatos extranjeros que llegaron a un país lejano, aunque en el tiempo, esta vez era una de otras miles de veces.  Eran los mismos zapatos con diferentes dueños.  Todos compartían la misma sonrisa, el mismo sufrimiento. Se trataba de unos zapatos desgastados, rotos, sucios, desolados.  Nada más que su alma los mantenía en pie.  Habían cargado por días a esqueletos sobrevivientes de una catástrofe social. Venían de una nación oscurecida por el petróleo podrido, manejado por entes macabros.  Días bíblicos transitando en buses fueron suficiente para borrar la identidad de estas personas.  Yo soy una de ellas.  Vine aquí con mis zapatos moribundos, colapsados de tiempos apocalípticos. El dueño de los zapatos que había una vez vivían en Venezuela, Tierra de Gracia ahora llorando silenciosamente su miseria.  El camino odiseico hasta aquí significó una deconstrucción de mi vida, cada día por tierras ajenas golpeaba a placer alguna parte de mi ser.  El primer día borró físicamente a mis seres queridos, luego mis sueños, mis pertenencias.  Otro día mi memoria empezó a desdibujarse y ya no reconocía en qué punto del espacio estaba.  Todo se fue por un agujero negro pero gracias a un dios, una parte de ese todo se depositó en mis recuerdos y conservo la esperanza de que algún día los volveré a vivir como una serpiente que se besa la cola.  Mientras tanto, ya que estoy fuera de la Matrix, debo empezar desde cero.  He despertado de la pesadilla en que se había convertido mi país, aunque hoy lo recuerdo como un hermoso sueño.  Las lágrimas corren por mi rostro conteniendo gritos de soledad.  Ahora soy un inmigrante que tiene como misión llenar nuevamente su vida de tiempo, de sueños, de una nueva identidad.  Pero sobretodo, ya es hora de dejar de luchar y comenzar a vivir.





Francisco J. Flores R.


FÁBULA DE UN INMIGRANTE.  Capítulo XV. "Vivir, soñar, ser" Quizá mis lecturas también me han hecho mucho daño. Y ahora, cua...