Capítulo VII.
"Los inmortales"
Ya es la hora de la cena y como es de costumbre durante cada noche, salgo a ver qué podíamos comer. Aún no habíamos implantado la arepa como dieta frecuente así que navegaba por aguas misteriosas, explorando combinaciones ideales para rellenar el pan nuestro de cada día. Sin embargo, siempre conservo la esperanza de que esto cambie y algún día regrese con un cachito de jamón y queso o una empanada de pabellón. La bruma del invierno reina por la calle y el frío acaricia mi cuerpo con rudeza. Se observa poca gente debido a que la excesiva humedad profundiza el sufrimiento térmico. Mi paso apurado se detiene porque presiento que alguien se acerca. Es raro, la inseguridad aquí casi ni se percibe en comparación con lo que vivía en mi país. Volteo sin disimulo pero no veo a nadie. Continúo mi caminar. La sensación no desaparece. Ignoraba que esta ciudad también podía ser misteriosa. Justo en un cruce de esquina casi choco con un joven que venía de frente a mí. Llevaba gorra y un suéter cuyo modelo no era de por aquí. Los dos sonreímos. Sabíamos que nos había sucedido lo mismo. Resulta que somos parte de los inmortales. Pertenecemos al mismo clan. Me convertí en uno de los MacLeod y desde entonces cada vez que transito las calles puedo presentir o reconocer a otro inmortal. Además, sus gesticulaciones o formas de caminar dicen más que sus palabras. Compartimos la misma energía que fluye desde un alma hasta otra. Somos los sobrevivientes de la hecatombe cultural que devastó a nuestro hogar. No podemos dejar este mundo, no aquí. Estamos destinados a deambular por toda la eternidad, o morir en Venezuela.
Francisco J. Flores R. |