martes, 14 de mayo de 2019

FÁBULA DE UN INMIGRANTE. 
Capítulo IV.
"Dios existe"
Recordar es vivir, y también vivir es recordar. Así que recordemos mi primer día de trabajo, pero no como docente afortunado, sino como un novato inexperto. Meses antes de enseñar. Un parque de atracciones me dio mi primera gran oportunidad de estabilizarme. Pero "oportunidad no significa facilidad", como decía un gran educador llamado Franklin Becerra. Sí ya sé, esta fábula se está tornando fabulesca, pero resulta que una verdadera parábola narrativa te enseña, te enseña que la vida es un aprendizaje doloroso, surgido desde el sufrimiento. "Sufrir tiene sentido", sentenció una vez Víctor Frankl, sobreviviente a los campos de concentración. Si la vida fuera fácil sería completamente absurda. Entonces, ahí estaba yo, haciendo todas las tareas que rehuía en mi país de origen. Dios existe y tiene buen sentido del humor. Me ha tocado hacer lo que no he querido hacer, aprender lo que detestaba aprender. Llego al parque y me informan que durante la mañana toca limpieza y mantenimiento, mientras que en las tardes es el turno de atender las atracciones. El encargado me pregunta: qué sabes hacer? Y yo le respondo mentalmente como Sócrates: Solo sé que nada sé. El coordinador es benevolente en sus exigencias técnicas y me manda a abrir unos huecos de un metro de profundidad para colocar unas estacas. Ahora bien, sumen esto: Sol inclemente, huecos rebeldes y herramienta metálica descomunal. En pocos minutos de trabajo me hice diez ampollas por cada mano. Las conté, las observé con admiración y orgullo, pero mi rostro seguramente reflejaba tristeza. Después de esa titánica labor ya era Hércules cumpliendo una de sus tareas heroicas. Luego, me presentan mi siguiente reto antes de ganarme el derecho a almorzar: arreglar una cerca. Cuando vi lo que tenía que hacer empecé a reírme en silencio. Yo, un ser que a duras penas cambiaba un bombillo debía usar una lógica desconocida para resolver este problema. Una fuerza ulterior me llevó a iniciar el difícil cometido. Usé una pala y un alicate de presión subiendo al máximo mi esfuerzo kinestésico. En dos horas ya tenía mi obra de arte terminada. Me dirigí hacia el encargado y con altivez le dije: ahí está su cerca reparada. Fui tranquilamente a devorar mi almuerzo con satisfacción. Tiempo después, aprecié bien cómo había quedado la cerca y parecía la carretera hacia un hermoso pueblo costero de mi país llamado Choroni, completamente torcida. Noté más irregularidades en el alambrado que el sistema de votación venezolano. Me dije a mí mismo: Dios existe, porque no me despidieron.

Francisco J. Flores R.

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