Capítulo XI.
"Mi caja de Pandora"
Ubicación cronológica: Primeros meses. Localización geográfica: La cumbre borrascosa. Situación laboral: empleo de ocho horas en mi profesión. Acabo de regresar de la odisea diaria. Ya estoy en mi pequeña Itaca, mi diminuto reino ubicado en los confines del edificio, iluminado tenuemente por un pequeño tragaluz. Sin embargo, desde hace poco eso había dejado de importar, algo había cambiado, alguien había cambiado. El aura de nuestra habitación era brillante y estábamos más tranquilos. Las ideas de Kant rondan mi mente: "la cosa en sí es incognoscible, solo percibimos sus fenómenos". Entonces, el cuarto en sí no era grande ni pequeño, ni feo ni bonito, era un espacio determinado que debíamos llenar de percepciones hermosas para sentirlo un hogar. Pero lo que Kant no sabía es que la "cosa en sí" podía tener intermediarios. Y es que desde que mi rosa azul optó por sacar su caja de Pandora y colocarla en un sitio visible, ya todo se veía mejor, se sentía distinto. Parafraseando a Sócrates, ser feliz no es vivir donde quieres, sino querer en donde vives. Habíamos escapado de un infierno y sentimos por un tiempo haber llegado al purgatorio, hasta que empezamos a imaginarlo como nuestro propio cielo. Aprendimos a sonreír más intenso de lo normal para lograr que el alma brille, y así destruir los agujeros negros que se devoran los ánimos. Ya había empezado a vender fresas con cremas y eran populares por ser exóticas. Todo marchaba mejor. Jonás y yo nos mirábamos en el espejo refulgente que había en la humanidad de mi esposa. Después de haber cruzado el umbral y caer en lo desconocido, al fin logramos convertir un territorio pedregoso en una zona de confort. También era una noche especial, por ser la última. Todas las maletas estaban nuevamente hechas, el taxista vendría a recogernos a las 5.30 am del día siguiente. Hora de mudarse y evolucionar. Ya no tardaría más de cuatro horas de viaje, ahora serían menos de dos y viviríamos en un distrito que bauticé como la pequeña Venezuela, plagado de paisanos, de inmortales. Ya Jonás tendría más espacio hogareño para jugar y correr, disfrutaría de parques en cada esquina, de un paisaje menos desértico. Sin embargo, nuestra evolución no radicaba solamente mudarnos ni haber conseguido buena entrada extra de dinero. Todo este proceso luminoso venía desde el interior y lo demás fue solo un efecto colateral. Y la protagonista de esta proeza había sido mi esposa. Alguien quien decidió descender por sí sola a profundidades tenebrosas y luchar sin nuestra ayuda en contra de los demonios de la migración: la soledad, el desempleo, la tristeza. Luchó con denuedo hasta que se dio cuenta de que era una batalla perdida, porque nunca podría vencerse a sí misma. Así que un día, logró abrir una puerta desconocida que había en nuestro reino, recorrió dimensiones enteras plagadas de dolor y sufrimiento, se burló de las voces de polvo que cantaban melodías de abandono, vivió en un laberinto de silencio en espera de murmullos divinos, hasta que al fin halló el mayor tesoro que habita en la oscuridad: la esperanza.
Francisco J. Flores R. |
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